Tuve ocasión de conocer tanto a Pepe Ferragut como a Juan Mir, antes de que fallecieran, y creo interesante relatar brevemente esos encuentros para perfilar algo que creo siempre ha quedado desdibujado en las narraciones históricas de Cursillos. Estos dos seglares, protagonistas como pocos de la prehistoria de Cursillos junto a Bonnín, desaparecieron del entramado visible e institucional del Movimiento casi enseguida, y personalmente yo sentía mucha curiosidad por averiguar si este apartarse había obedecido a disensiones teóricas o a incompatibilidades prácticas de ambos con Bonnín –o con otros protagonistas ulteriores de Cursillos– o se debía a otras causas.

Cuando me encontré con Ferragut, a mediados de los 60, descubrí a un hombre que respiraba humanidad y sentido del humor; se excusaba de que su dedicación profesional a la arquitectura, a niveles de auténtica vocación, le hubiera hecho abandonar la actuación «apostólica», porque entendía entonces, en los años 40 y 50, que su posible labor era ya innecesaria, ante el fuste y la personalidad de Bonnín y de los demás seglares que Cursillos hizo aflorar. Ahora en cambio, lamentaba que no hubiera más seglares destacados próximos a Eduardo; y me encarecía que asumiera yo un papel que seguramente él habría debido «cumplir».

El caso de Juan Mir a quien conocí por las mismas fechas– era muy distinto. Era uno de los supuestos en los que resulta imposible saber donde termina la timidez y donde empieza la humildad o viceversa, Había seguido siempre «apostólicamente» activo, pero siempre entre bambalinas, rehusando intervenir en los actos que mínimamente pudieran calificarse como «de masas», y ante cualquier auditorio incluso menor que incluyera a no creyentes, que parecían ponerle por ese mismo hecho el alma en carne viva. En consecuencia, nunca hubo forma de volver a contar con él para intervenir públicamente en un Cursillo, una clausura o una Ultreya, cuando el Movimiento tomó volumen; pero resultaba entrañable y de una profundidad muy singular en el contexto de un pequeño grupo o de una Escuela de Dirigentes, donde «hubiera confianza». Su admiración por Eduardo era sólo pareja al enorme respeto que Bonnín mostraba hacia él, cortando amablemente cualquier intento que los demás hiciéramos de romper su aparente «complejo» y comprometerle más públicamente, Además, por aquellos años 60 estaba ya diagnosticado el cáncer que padecía, ante el que tenía una actitud irrepetible: por una parte se le notaba aprensivo y casi hipocondríaco, siempre pendiente de su medicación y alimentación; y por otra lo aceptaba con sencillez rotunda, como «una de las pocas ocasiones de hacer algo serio. que le había dado Dios», al poder llevarlo con serenidad.

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